miércoles, 6 de noviembre de 2013

LA GRAN BATALLA

    Braman las trompetas y se escucha a lo lejos el relinchar de los caballos y el trepidante sonido de los atabales. Los caballeros se atavían con sus mejores armaduras y sus espadas más afiladas, con sus rostros impertérritos y sus piernas fuertemente erguidas, para evitar el temblor en sus andares.

A un lado, los caballeros de la orden de los Tauluds, servidores del antiguo reino del bien y portadores del agua de la vida, entre los que me encuentro yo. Al otro extremo del campo de batalla, con sombríos uniformes envueltos en impenetrables corazas de glucoproteínas y mirada lasciva, se encuentran los caballeros de la orden de los Orthomyxoviridae.
     Nunca imaginé que un campo de batalla tan enorme podría hacerse tan minúsculo a la vista de un ser humano sencillo como yo, pero conforme el enemigo iba recorriendo este extenso y yermo terreno y avanzaba hacia nosotros, más ínfimos me parecían los pasos que nos separaban.

Cuando los primeros caballeros invadieron nuestro fuerte, sentí un estrepitoso dolor en mi cabeza y caí tendida en el suelo. Durante unos segundos pensé que la vida había expirado por mi boca junto a los gritos de dolor que acababa de proferir, pero aún podía percibir un pequeño latido muy por debajo de mi robusta coraza. Saqué fuerzas de donde ya no las tenía y conseguí palparme la zona dolorida con una mano, observando que tenía una flecha clavada. Sabía que era lo último que debía hacer, pero algo dentro de mí me dijo que estirase con fuerza y así procedí, maldiciendo a todos los espíritus del inframundo y profiriendo blasfemas sin sentido. Mi piel cedió y la flecha salió sin derramar ni una gota de mi sangre carmesí sobre el suelo color esmeralda. Inmediatamente comprobé si las leyendas acerca del enemigo eran ciertas y efectivamente, así era: habían rociado la punta de la flecha con la venenosa proteína M..... apenas me quedaban unas horas de vida.

Pero esa idea me martilleaba la cabeza con tal fiereza que me dio una fuerza sobrehumana, avancé numerosos metros blandiendo mi espada con coraje y acabando con cuantos enemigos se interponían en mi camino, mirando el otro extremo del campo de batalla y clavando los ojos en una portentosa figura, mitad humana mitad animal, con una armadura tan imponente que mis ojos huían aterrados de esa visión. Aún así, continué a toda velocidad y cuando estaba tan cerca que podía oler su podredumbre, levanté mi espada para atravesar a mi enemigo, pero el golpe fue detenido por su caballero más fiel, el conde de Parainfluenza, un aburguesado de nariz prominente y cuencas oculares sobresalientes. La lucha entre ambos fue larga y dura, pero al final, conseguí atravesar su cuerpo con mi espada y la extraje con fuerza, partiéndolo en dos.
 
De nuevo traté de acercarme a mi más temido enemigo, pero cada vez mis pasos eran más lentos y mi dolor de cabeza empeoraba. Caí de nuevo en el suelo y una lágrima brotó por mi mejilla.... tan cerca y tan lejos.......; un último hálito de fuerza que me sirvió para levantarme y emplear contra aquel que tanto odiaba su más tortuosa venganza: le lancé desde mi posición una flecha, que le atravesó la garganta. Se sacó la flecha con aires de superioridad y me miró con una sonrisa de afronta, sabiéndose vencedor de todo aquello que estaba viendo en esos instantes. Sin embargo, al ver mi rostro triunfal, se le ocurrió frotar la punta de la flecha y darse cuenta de lo mismo que yo me había percatado horas antes, estaba rociada con el más mortal veneno que jamás había conocido: el analgésico.

Y hoy, estoy un poquito mejor de mi gripe y de mi sinusitis, jijijiji.

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