A un
lado, los caballeros de la orden de los Tauluds, servidores del antiguo reino
del bien y portadores del agua de la vida, entre los que me encuentro yo. Al
otro extremo del campo de batalla, con sombríos uniformes envueltos en
impenetrables corazas de glucoproteínas y mirada lasciva, se encuentran los
caballeros de la orden de los Orthomyxoviridae.
Nunca imaginé que un campo de batalla tan
enorme podría hacerse tan minúsculo a la vista de un ser humano sencillo como
yo, pero conforme el enemigo iba recorriendo este extenso y yermo terreno y
avanzaba hacia nosotros, más ínfimos me parecían los pasos que nos separaban.
Cuando los primeros caballeros invadieron
nuestro fuerte, sentí un estrepitoso dolor en mi cabeza y caí tendida en el
suelo. Durante unos segundos pensé que la vida había expirado por mi boca junto
a los gritos de dolor que acababa de proferir, pero aún podía percibir un
pequeño latido muy por debajo de mi robusta coraza. Saqué fuerzas de donde ya
no las tenía y conseguí palparme la zona dolorida con una mano, observando que
tenía una flecha clavada. Sabía que era lo último que debía hacer, pero algo
dentro de mí me dijo que estirase con fuerza y así procedí, maldiciendo a todos
los espíritus del inframundo y profiriendo blasfemas sin sentido. Mi piel cedió
y la flecha salió sin derramar ni una gota de mi sangre carmesí sobre el suelo
color esmeralda. Inmediatamente comprobé si las leyendas acerca del enemigo
eran ciertas y efectivamente, así era: habían rociado la punta de la flecha con
la venenosa proteína M..... apenas me quedaban unas horas de vida.
Pero esa idea me martilleaba la cabeza con tal
fiereza que me dio una fuerza sobrehumana, avancé numerosos metros blandiendo
mi espada con coraje y acabando con cuantos enemigos se interponían en mi
camino, mirando el otro extremo del campo de batalla y clavando los ojos en una
portentosa figura, mitad humana mitad animal, con una armadura tan imponente
que mis ojos huían aterrados de esa visión. Aún así, continué a toda velocidad
y cuando estaba tan cerca que podía oler su podredumbre, levanté mi espada para
atravesar a mi enemigo, pero el golpe fue detenido por su caballero más fiel,
el conde de Parainfluenza, un aburguesado de nariz prominente y cuencas
oculares sobresalientes. La lucha entre ambos fue larga y dura, pero al final,
conseguí atravesar su cuerpo con mi espada y la extraje con fuerza, partiéndolo
en dos.
De
nuevo traté de acercarme a mi más temido enemigo, pero cada vez mis pasos eran
más lentos y mi dolor de cabeza empeoraba. Caí de nuevo en el suelo y una
lágrima brotó por mi mejilla.... tan cerca y tan lejos.......; un último hálito
de fuerza que me sirvió para levantarme y emplear contra aquel que tanto odiaba
su más tortuosa venganza: le lancé desde mi posición una flecha, que le
atravesó la garganta. Se sacó la flecha con aires de superioridad y me miró con
una sonrisa de afronta, sabiéndose vencedor de todo aquello que estaba viendo
en esos instantes. Sin embargo, al ver mi rostro triunfal, se le ocurrió
frotar la punta de la flecha y darse cuenta de lo mismo que yo me había
percatado horas antes, estaba rociada con el más mortal
veneno que jamás había conocido: el analgésico.
Y hoy,
estoy un poquito mejor de mi gripe y de mi sinusitis, jijijiji.